Harto de esa inquisición ciega, sorda y tartamuda que se
apoderó del timón de vida. Cansado de las avalanchas de mercaderes de humo que
se asentaron sobre las faldas de las murallas que rodeaban mi corazón. Cegado
por la niebla y ahogado por el humo que creció retorciéndose entre el tuétano
de mi espina dorsal. Extenuado por ese tacto frío casi mortecino que, durante
años, galopó desbocado sobre mi piel. Derrotado por esas palabras huecas y esas
miradas retorcidas que traían nuevas de continuidad. Fatigado por esas
interminables mareas de medias tintas y verdades a medias que me empujaban
hacia el filo de la muerte. Vencido, por la alquimia de la derrota, sus tentáculos
afilados y sus cajas con sorpresa.
Decidí dar voz a la esperanza, decidí dar armas a la suerte
y el firmamento, respondió susurrándome el camino hacía el hechizo perpetuo. La
locura se apodero de mi cuerpo y la anarquía, conquisto mi mente derribando
toda métrica conocida. Con la noche y su libertinaje congénito como escuderos,
flirtee con el riesgo hasta domar su nervio. Me enfrente a mis miedos, a mi
muerte y, sin dejar espacio a la indiferencia, olvide el camino de vuelta dando
una nueva vida a mis pupilas que, irremediablemente vieron al fin, por quien yo
moriría.
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